lunes, 27 de enero de 2025

El bien común no es el lucro común (Fernando del Pino Calvo-Sotelo)


El bien común no es el lucro común


Fernando del Pino Calvo-Sotelo

27 de enero de 2025


https://elmanifiesto.com/el-bien-comun-no-es-el-lucro-comun/


Decía Peter Kreeft que una sociedad buena es aquella en

 la que es fácil ser bueno. En este sentido, ¿es buena 

nuestra sociedad? Y ¿de qué depende su bondad? El 

concepto esencial para responder a esta pregunta es el  

bien común, un concepto tan relevante que explica en 

gran medida el destino de las sociedades, el bienestar y 

felicidad (siempre relativa) de sus ciudadanos y su 

desarrollo material, intelectual, emocional y espiritual. Por 

lo tanto, el bien común tiene una importancia 

trascendental, a pesar de lo cual es raro que se mencione

 y aún más raro que se comprenda.

 

Definamos el bien común


Utilizando la vía negativa, conviene aclarar en primer 

lugar lo que el bien común no es. El bien común no es la

 suma de los bienes de los miembros de una sociedad, ni 

se refiere a los bienes de titularidad pública, a la

 existencia de servicios públicos o a algún tipo de

 colectivismo o redistribución de la riqueza. Esto no quiere

 decir que el bien común no trate estas cuestiones

 materiales y económicas, sino que alcanza un significado

 humano mucho más amplio y profundo. El bien común

 tampoco es un juego de suma cero ni se opone al bien

 privado; no es excluible, sino que beneficia a todos.


¿Qué es entonces? Su definición más precisa es la 

siguiente: El bien común es el conjunto de condiciones

 sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo

 expedito y pleno de su propia perfección[1]. En otras

 palabras, el bien común hace referencia a la creación y

 mantenimiento de un marco institucional, político, social,

 jurídico y económico y, ante todo, de un êthos o moral

 compartida que facilite la consecución de una plenitud de

 vida, de una realización trascendente y holística de cada

 individuo y, en consecuencia, del logro parcial de la 

felicidad que todos anhelamos[2].


El bien común crea un marco de actuación y un caldo de 

cultivo, pero no ofrece un resultado predeterminado. Se 

trata de una condición necesaria, pero no suficiente. Hace

 posible que las personas puedan florecer, pero no lo 

garantiza, pues todo dependerá siempre del más elevado 

 atributo del ser humano: su libertad. Como dijo el Sabio

 hace 2.200 años: «Al principio Dios creó al hombre y lo

 dejó en poder de su libre albedrío. Él ha puesto delante

 fuego y agua: extiende tu mano a lo que quieras. Ante los

 hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará

 lo que prefiera»[3]. En otras palabras, el bien común es la

 tierra buena que permite germinar al hombre, pero, en

 última instancia, éste, como sujeto autónomo de decisión 

moral, «dueño de su destino y capitán de su alma»[4],

 será siempre el responsable último de dar fruto. En el ser

 humano, libertad, responsabilidad y dignidad son 

inseparables.

De todo ello se desprende que el concepto de bien común 

se aleja de cualquier idea de igualitarismo, pues el 

desarrollo pleno de cada individuo es siempre relativo y su

 fruto dependerá de sus capacidades intelectuales, 

morales y emocionales, que varían de individuo en 

individuo y dan resultados diferentes que son justos 

precisamente por ser diferentes.

 

La defensa de la vida y de la familia


El primer elemento del bien común es el respeto a los 

derechos y libertades fundamentales del individuo, 

comenzando por el derecho a la vida desde la concepción

 a la muerte natural. El bien común exige, por tanto, una 

cultura que ensalce y defienda la vida a toda costa, una

 sociedad en la que prevalezca el respeto absoluto a la

 vida como un don que no depende de la voluntad y del

 deseo de nadie. En este sentido, la triste y gris Cultura de

 la Muerte que ha impregnado nuestras sociedades, que

 no sólo normaliza el horror del aborto y la eutanasia, sino 

que los identifica con el progreso, no indica civilización 

sino barbarie, y retrata una sociedad enferma y, en cierto

 sentido, grotesca, pues nada hay más ridículo que

 creerse lo contrario de lo que uno es.

El bien común exige la defensa de la familia como pilar

 básico de la sociedad de modo que el niño tenga la 

posibilidad de crecer en un ambiente familiar estable con 

su padre (cromosoma XY) y su madre (cromosoma XX). 

Es, por tanto, contrario al bien común fomentar el divorcio 

como hace en España la ley del divorcio exprés (PSOE-

PP), que eliminó prácticas dilatorias que proporcionaban 

al matrimonio tiempo para discernir la decisión que estaba 

a punto de tomar. Una política favorable al bien común 

sería la opuesta: ayudar a los matrimonios a evitar, en la

 medida de lo humanamente posible, un paso que no 

tiene vuelta atrás. También es contrario al bien común (y a 

la verdad) el silenciamiento cultural ―por ejemplo,

 cinematográfico― del sufrimiento que supone para la

 mayor parte de sus protagonistas, en especial para los

 hijos.

 

La defensa de la libertad


Otro componente imprescindible del bien común es el 

respeto a la libertad individual. La libertad es el oxígeno 

del alma, sin el cual ésta se marchita. En este sentido,

 resulta inquietante la paulatina represión de libertades 

personales que hemos sufrido en las últimas décadas en

 esta Europa secuestrada por una UE crecientemente

 oscura.

El caso de España desde 1975 es especialmente 

paradójico. Nadie imaginó que el precio de obtener una 

muy restringida libertad política, basada en poco más que 

un ritual de voto bastante inútil realizado un día cada 

cuatro años, era perder enormes grados de libertad 

personal, robada por la opresión burocrática y el magno 

latrocinio impositivo de ese Estado semi totalitario llamado

 Estado de Bienestar. Así, el español medio paga hoy el

 doble de impuestos que pagaba en 1974 y encima

 soporta un número de prohibiciones y a una exigencia 

cotidiana de permisos administrativos muy superior al de 

hace medio siglo. Hemos pasado de una dictadura a otra, 

mucho más hipócrita.

¿Y qué decir de la libertad de pensamiento y de 

expresión, perseguidas en plena «democracia» por la 

tiranía de la corrección política y la censura más 

impudorosa? ¿Y qué decir de la libertad religiosa, 

especialmente del cristianismo, perseguido e injuriado por 

bufones que jamás se atreverían a hacer lo mismo con 

otras religiones?

 

El progreso económico como bien común


El bien común también exige un sistema económico que

 fomente la creación de riqueza. Afortunadamente, no hay

 que inventarlo, por ser bien conocido: la economía de 

mercado, enmarcada en un entorno de seguridad jurídica,

 con un Estado pequeño y, sobre todo, desde el respeto a

 la propiedad privada, condición sine qua non para el 

progreso económico y «principio fundamental que ha de

 considerarse inviolable»[5].

El estatismo, la inseguridad jurídica y los impuestos son 

enemigos de la propiedad privada. Así, resulta axiomático 

que una sociedad sin seguridad jurídica y con impuestos 

altos típicos de nuestros Estados-vampiro, o en la que los 

okupas gozan de mayores derechos que los legítimos 

dueños de las viviendas, será más pobre, inestable e 

injusta que una sociedad con seguridad jurídica, 

impuestos bajos y clara protección del derecho a la 

propiedad.

Dicho eso, un sistema adecuado es una condición 

necesaria pero no suficiente para el progreso económico,

 que siempre dependerá en última instancia de la 

actuación del individuo. Ningún sistema o estructura social

 puede resolver el problema de la pobreza como por arte 

de magia sin una «constelación de virtudes: laboriosidad,

 competencia, orden, honestidad, iniciativa, frugalidad, 

ahorro, espíritu de servicio; cumplimiento de la palabra

 empeñada, audacia; en suma, amor al trabajo bien 

hecho»[6].

Del mismo modo, una sociedad en la que las normas se

 multiplican como células cancerosas y pueden ser 

interpretadas arbitrariamente, una sociedad en la que se 

aprueban constantemente leyes inicuas y siempre 

cambiantes, fruto del capricho de una mayoría que sólo

 busca perpetuarse en el poder, es contraria al bien

 común. En el mismo sentido, una sociedad en la que los

 máximos órganos jurisdiccionales están politizados y 

caen en la más abyecta prevaricación no puede ser una

 sociedad buena, al contrario que una sociedad regida por

 leyes justas basadas en principios inmutables, en normas

 consuetudinarias, en la Ley Natural y en el sentido 

común, y con una Justicia independiente.

El bien común exige que aquellos que se vean 

imposibilitados para salir adelante por sus propios medios 

sean cuidados por la comunidad y no abandonados a su

 suerte, pues una sociedad que no protege a sus 

miembros más débiles no puede denominarse buena. Sin

 embargo, cuidar de esa pequeña minoría que no puede 

cuidarse a sí misma nada tiene que ver con la trampa del 

Estado de Bienestar[7], cuyo férreo manto «protector» 

(una prisión encubierta) cubre innecesariamente a toda la 

población con el único objetivo de controlarla, es decir, 

como coartada para lograr un Estado de Servidumbre. 

Como pudimos comprobar con la DANA de Valencia, la 

comunidad puede voluntaria y espontáneamente cuidar

 de sus miembros con mucha mayor agilidad y eficacia 

que un Estado anquilosado controlado por intereses

 mezquinos.

Pero lo más perverso del Estado de Bienestar es que 

hace creer al común de los ciudadanos que nunca podrá 

valerse por sí mismo, sino que siempre necesitará al 

Estado, una creencia falsa y denigratoria que se opone

 frontalmente tanto al bien común como al principio de

 subsidiariedad que debe regir toda sociedad[8].

 

El respeto a la verdad y a la palabra dada


Como nos recuerda Thomas Woods, «todos los países 

que han sido económicamente exitosos poseían derechos

 de propiedad robustos y una clara exigencia de 

cumplimiento de los derechos contractuales»[9]. Diciendo

 lo mismo con otras palabras, Richard Maybury basa el 

éxito de una sociedad en dos principios: no violes los 

derechos y propiedades de los demás y cumple lo que 

has acordado.

El bien común, por tanto, también exige cumplir las 

promesas, los contratos y, en definitiva, la palabra dada,

 partiendo de las promesas personales. Una sociedad que 

respeta un apretón de manos y no requiere la firma de un 

complejo contrato para cada pequeña acción es una 

sociedad buena y eficiente, pues sin un mínimo de 

confianza toda sociedad se convierte en inoperativa: a 

veces el comprador paga por adelantado y otras el 

proveedor entrega su producto sin haber cobrado, y en

 ambos casos subyace una confianza en que la otra parte

 cumplirá lo debido, la misma que tiene el prestamista en

 el prestatario.

En la política también resulta clave poder confiar en las

 promesas electorales a cambio de las cuales el 

ciudadano entrega su voto, esto es, su soberanía política.

 Resulta obvio que en nuestras pervertidas democracias 

esto es una quimera, lo que debilita enormemente el bien 

común.

Asimismo, el bien común exigiría que los medios de

 comunicación tuvieran cierto apego a la verdad, pero

 desgraciadamente éstos están hoy entregados a la

 propaganda, a la defensa de intereses espurios y a la

 mentira.

Respetar la palabra dada es respetar la verdad, pero 

¿qué lugar reservamos para la verdad en nuestra 

sociedad de hoy? La pregunta no es si se miente más o 

menos que antes, sino si la mentira está socialmente

 estigmatizada o normalizada. Éste no es un tema baladí,

 pues de la institucionalización de la mentira surge un 

cinismo crónico que es como un veneno de efecto lento

 que va pudriendo la sociedad por dentro.

 

La exigencia de la paz


En último término, el bien común exige que haya paz,

 entendida no sólo como ausencia de enfrentamiento 

bélico, sino en sentido amplio. La paz exige que el debate 

político esté acotado en fondo y forma dentro de un marco 

de convivencia y de unas reglas respetadas por todos. En 

este sentido, el bien común exige la existencia de un 

diálogo tolerante y respetuoso desde el respeto a la 

verdad, pues la verdad siempre tiene prioridad sobre el 

consenso.

En este aspecto es posible que nos encontremos ante un 

problema sistémico. En efecto, la democracia deriva por 

su propia naturaleza en la polarización social, pues los

 políticos excitan las pasiones de los votantes, incitando al 

miedo al adversario y arrastrando a la ciudadanía a un

 ambiente de intolerancia e ira crecientes.

Pero la paz incluye también la paz en los hogares, 

obstaculizada por la permanente lucha de sexos en la que

 hoy nos han sumergido. Este fenómeno, introducido por

 la agenda globalista como destructor de familias y

 sustituto de la lucha de clases, ha permeado

 peligrosamente en gran parte de la sociedad y es uno de 

los grandes enemigos de la paz familiar y, por tanto, del 

bien común.

Finalmente, la paz requiere de un esfuerzo por alcanzar la

 paz interior, tantas veces esquiva, pero aún más difícil de

 lograr en una sociedad relativista, hedonista y nihilista 

que vive de espaldas a la realidad última de esa criatura

 llamada hombre; una sociedad sin Dios y sin rumbo, pues 

carece de la brújula del bien y del mal, desesperanzada y triste, a pesar de sus

 falsas apariencias, una sociedad, en  fin, que, engañada por quienes sólo desean

 dominarla, escarba en la basura creyendo que allí encontrará los 

manjares que la dejarán ahíta.


Querido lector: el bien común se apoya en el derecho y la 

libertad, en el orden y la justicia, en la familia y la 

propiedad privada, en la verdad y la paz. No creo que la 

sociedad española reúna hoy estas condiciones, pero si 

queremos mejorarla, éste es el camino, y no otro.


[1] Juan XXIII, Mater et Magistra 65.

[2] Martin Rhonheimer, The Common Good…Catholic University of America Press, 2013.

[3] Eclo 15, 16-18

[4] W. E Henley, Invictus (1875)

[5] León XIII, Rerum Novarum 11 (1891)

[6] Juan Pablo II, Discurso en la Cepal en Chile (3-4-1987)

[7] El verdadero coste del Estado de Bienestar – Fernando del Pino Calvo-Sotelo

[8] Sobre la justicia social – Fernando del Pino Calvo-Sotelo

[9] Thomas Woods Jr, The Church and the Market, Lexington Books 2005.

 




sábado, 25 de enero de 2025

Destellos de la Ortodoxia de Oriente

Destellos de la Ortodoxia de Oriente

El pecado original

Jamás ha conocido Oriente la doctrina agustiniana del estado de una naturaleza humana creada "mortal y concupiscente", de una "gracia sobreañadida", ni tampoco el término de "pecado original". La herencia de Adán no es la transmisión hereditaria de una falta, sino simplemente la de la mortalidad. El texto de Romanos 5, 12: "quo omnes peccaverunt", traducido por Agustín "que todos han pecado" (en Adán) adquiere un sentido diferente. Para Oriente el sentido es éste: cometiendo su pecado, Adán ha pecado en la muerte, o dicho de otro modo, ha merecido la mortalidad y la decadencia; al igual, nosotros, sus descendientes, por nuestros pecados, continuamos pecando en la muerte. Podría traducirse: "la muerte, a causa de la cual todos han pecado, ha pasado a todos los hombres". La naturaleza humana no ha heredado así una culpabilidad, sino una servidumbre de la muerte, ya que sólo los pecados personales suscitan esta culpabilidad.

No hay entonces para los descendientes de Adán pecado ancestral, de falta transmitida ("peccatum actuale"), sino un estado de decadencia ("peccatum habituale"). La mortalidad es una esclavitud de la cual Cristo viene a liberarnos permitiéndonos la inmortalidad.

Witold Zaniewicki: PERSPECTIVA ORIENTAL Y OCCIDENTAL DE LA TRADICIÓN CRISTIANA. DEL PECADO Y DE LA GRACIA.

https://www.icasoac.org/pdf/09-primersemestre/09-02-5-6-ef1-et1/doc06.pdf


El pecado

Los Padres ven menos el pecado en perspectiva moral de la transgresión de lo prohibido que en una perspectiva que es la del conocimiento (cf 2 Ped 2). Todo mal viene de la ignorancia (agnoia). “El hombre era un niño. No tenía plenamente el uso de sus facultades.También fue fácilmente engañado por el Seductor” , dice San Ireneo.

L' Ortodoxie hier- demain. Éditions Buchet/Chastel. Paris 1979. P. 161

Méritos

 Tal es el camino de la “metanoia” , penitencia en el sentido de “vuelta” del espíritu del hombre (nous)cuyo sentido profundo se expresa el salmo 51, llamado “salmo de penitencia”. Son los violentos de los que habla el evangelio que “ganan el cielo”. Es decir, no los que adquieren méritos -que por otra parte no existen en la Tradición- sino los que se hacen violencia a ellos mismos y que, en primer lugar, suprimen su voluntad propia.

O. c. Pp. 128-129 

Creación


El cosmos entero y la humanidad entera son creados y conservados por la palabra de Dios y por el Espíritu de Dios, que no ha creado solamente una vez, históricamente en un pasado cronológico, sino que crea constantemente.

O. c. 114

Dios

La oposición “Ser y no Ser”: ella da dos antinomias; una concierne al Creadr, la otra “Dios es, pues es la fuente del mundo: Él no es, pues no tiene la limitación del ser, Está más allá del ser. Es por lo que dice el Pseudo-Dionisio “ Dios es no-ser” y San Máximo el Confesor “Dios no es entre los seres. Pues si es Él quien crea lo que es de lo que no es. Él no está pues en medio de los seres ni sobre los seres” y todavía “ Es preciso comprender así que Dios no es nada: Él no es nada de loque son los seres. En efecto la causa de los seres está más allá de los seres. Dios está en todas partes y en ninguna parte--- Estando en todas partes llena todo…pero no está en ninguna parte, Si no estuviera más que en todas partes, sería todo en todo, en el espacio. Es preciso pues también que no sea nada, estando más allá de los seres.


O. c. Pp,134


La esencia de Dios, no pueden conocerla los hombres. No es una cuestión de conocimiento, Dios “no es ni inteligible ni sensible ni absolutamente nada de lo que son los seres”. “su naturaleza es inconocible”. A la esencia divina corresponde, como lo enseñan los escritos aeropagíticos, la “agnosia” del hombre, el inconocimiento de lo Inconocible… Solo  penetra y una vez por todas Cristo, único sacerdote para todos los bautizados y para todos los pueblos (Heb IX/24-28)

O. c. 142

Redención

El sentido de la salvación que no es tampoco una justificación abstracta, una redención legalista, sino un intercambio de amor entre Dios y el hombre, una transferencia de energía divina, un pasaje de la muerte a la vida, una resurrección de entre los muertos. La salvación es un proceso permanente de transfiguración , una superación continua del absurdo y de la nada ,creados por el pecado, para recobrar   el impulso y la imagen original de la creación.

O. c. Pp. 239

Es la presencia del Espíritu de Dios en la criatura en el origen lo que es la posibilidad del cumplimiento final. El Espíritu es esta presencia original anterior a la caída, de lo Increado al corazón mismo de la criatura, presencia que es la aptitud misma a la deificación, otro nombre de la semejanza.

O. c. P.158

Cristo 

Cristo no es una cosa, una doctrina, una ideología. No es un maestro espiritual, una especie de “gurú” de hace dos mil años, o un socialista de hace dos mil años, Él es nosotros mismos.

O. c. P.107 

Gracia 

Por la participación real en las energías divinas, es posible la unión a la Persona divina. Es Dios mismo quien produce de Él mismo, y no que crea, esta energía, potencia y gracia, fundamento de la deificación. La inconmensurabilidad absoluta de lo creado y lo increado, de Dios y el hombre, es superada por Dios mismo.

O. c. P.156

Las energías no so una relación entre el Creador y la criatura. Dios mismo insemina de alguna manera a su critura Su propio ser para llevarlo, si el quiere, a la plenitud. San Máximo el Confesor dice; “ Dios nos ha creado para que podamos llegar a ser participantes de la naturaleza divina, para que entremos en la eternidad, para que aparezcamos semejantes a É, siendo deificados por gracia que produce todos los seres existentes y lleva a la existencia lo que no existe.”

 O. c. Pp. 156-157

Hombre

“Por la naturaleza, el hombre, cuerpo y alma, es menos que un hombre; por la gracia se convierte en la totalidad de Dios, en su alma y en su cuerpo” dice San Máximo el Confesor… Esta metamorfosis última, como todas las etapas de la deificación, está sometida a la acción carismática del Espíritu Santo que “corona misteriosamente” el alma. 

O. c. P.160

 Infierno

Por su contenido de Iluminación del Espíritu las revelaciones religiosas no encuentran cabida en los marcos de la lógica, para el pensamiento son antinómicas, interiormente contradictorias. Y en este hecho de ser contradictorias que atraviesa todo el ámbito de la dogmática religiosa se manifiesta, no la debilidad de ella, sino la nuestra, nuestro pecado. Y sólo porque los dogmas son contradictorios, se puede (de hecho es posible) creer en ellos. Si fuesen comprensibles, "no habría nada para creer, y purificarse o hacer proeza, no habría para qué": todo hubiera sido fácil y asequible. Y el padre Florenski muestra la presencia real de las "antinomias dogmáticas," entre otras, las de apóstol Pablo. Estas contradicciones, visibles para la mirada profana, se transforman en una integridad para la vista espiritual. Como un ejemplo más contundente, presentamos el dogma escatológico: si partimos de la concepción de Dios como el Amor, entonces "es imposible la imposibilidad de la salvación universal"; si partimos de la idea de la criatura como libre creación de Dios, entonces no se puede "permitir la salvación de la criatura sin su amor recíproco a Dios," además, de un libre amor, sin ser obligado por Dios; quiere decir, que "es posible la imposibilidad de la salvación universal." La idea del perdón y del castigo presupone inevitablemente la coexistencia de ambos y al mismo tiempo excluye el uno al otro. Sin embargo, no hay dudas de que habrá también tormentos eternos, porque el conocimiento de la Verdad y el contacto con ella pueden ser sólo voluntarios, --- y habrá también una reintegración universal "apocatástasis" ---, porque Dios es amor. Y sólo a la fe se abren "ta eschata."


La Sabiduría Humana y la Divina Omnisapiencia.. Presbítero Georgio Florovski (1893-1979). https://www.fatheralexander.org/booklets/spanish/florovsky_different_s.htm#_Toc97352871#_Toc97352871


jueves, 23 de enero de 2025

Las postrimerías en los catecismos después de Trento

 

    

  Catecismos de Astete y Ripalda


Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid .1987



Sin que ello —y esto es importante— suponga una

ruptura con tal pasado. Gracias a él hemos llegado al

 presente. Tan imperdonable es vivir del pasado como

desconocerlo. Este trabajo trata de facilitar un 

conocimiento a fondo de una parte de él, los catecismos

 de Astete y Ripalda. Es de justicia reconocer la inmensa

 deuda de gratitud que, incluso contando con la pereza o

 la inercia más dañinas, revierte en los mencionados

 catecismos. ¿Cuántas generaciones, dentro y fuera de 

España, se han apoyado exclusiva o casi exclusivamente

 en ellos? ¿Cuántas personas los han aprendido, rumiado

 y asimilado? ¿Cuántos los han memorizado y repetido,

 aun sin entenderlos, como la única respuesta posible de su

 fe sincera no ilustrada? Se quiera o no se quiera, el 

pueblo cristiano español (y los que le son cultural y 

religiosamente tributarios) es deudor a los catecismos

 de Astete y Ripalda. Ellos han configurado un estilo,

 han ido marcando a fuego una impronta grabada de

 padres a hijos a lo largo de incontables generaciones.

 Ellos han sido el soporte de una fe más repetida que 

creída. Ellos han prevalecido masivamente por encima 

de otros catecismos de implantación meramente local 

o temporal.


O.c. P. 9


Los novísimos o Postrimerías del hombre son cuatro.


P. ¿ Cuantos son los Novísimos? R. Cuatro es a saber:

 muerte, Juicio, Infierno y Gloria.

P. ¿ Qué es la Gloria? R. Un estado perfectísimo en el cual 

se hayan todos los bienes sin experimentar mal alguno;como

 en el infierno  se hallan todos los males sin experimentarse

 bien alguno.

(Nota 1205-1226)

P. ¿ Qué es la muerte? La muerte  es separse el alma del 

cuerpo.

P. ¿ Qué es el juicio?Juicio es la cuenta que hemos de dar

 a Dios de nuestras buenas y malas obras.

P. ¿A donde van lasalmas de los que mueren? Las almas

 de los que mueren si están en gracia de Dios y no tienen

 que purgar, van al cielo; si están en gracia de Dios y tienen

 que purgar, al purgatorio, si mueren en pecado mortal, 

al infierno.

P. ¿ Que es el infierno? R. El infierno es el lugar de

 indecibles tormentos que Dios tiene destinado para 

castigo eterno de los malos.

P. ¿ Cuantas penas padecen los condenados en el 

infierno? R. Los condenados padecen en el infierno dos 

penas: pena de daño y pena de sentido.

P. ¿Qué es pena de daño? R. Pena de daño es la privación

 perpetua de la vista de Dios en la otra vida.

P. ¿ Y pena de sentido? R, Pena de sentido es el horrible

 tormento que a los condenados el fuego del infierno.

P. ¿ Que es la Gloria? R. Gloria es la bienaventuranza 

eterna que consiste en ver y gozar de Dios por toda la

 eternidad en compañía de los Santos.

(Nota 1207-1208)

P. ¿ Qué cosa es el infierno de los condenados) R. Es un 

lugar obscuro y tenebroso que está en lo más profundo de

 la tierra, adonde van aparar los que mueren en pecado 

mortal para ser allí atormentados con grandes penas.

O. c. Pp 185-186

P. ¿ Cómo se entiende que vendrá a juzgar los vivos y los

 muertos? R. Vendrá espantoso y severo juez a tomar en

 cuenta a los hombres de su vida, juzgzndo vivos y muertos:

 y dará a cada uno según obró y mereció: a los buenos

 gloria eterna en premio de su virtud y a los malos pena 

eterna en castigo de su mala vida.


(Nota 364-369)

P. ¿Y hasta el fin del mundo no serán juzgados los que 

mueren? R. Los que mueren son juzgados son juzgados

 por Jesucristo inmediatamente después de morir y reciben

 premio o castigo según sus obras.

O.c. P. 174


P. ¿ Quien es Dios nuestro Señor? Es una cosa lo más 

excelente y admirable que se puede decir ni pensar, un 

Señor infinitamente Bueno, Poderoso, Sabio, Justo, 

Principio y fin de todas las cosas, premiador de buenos y 

castigador de malos.

O.c. P. 114


P. ¿Qué es el Demonio? R. Es un Ángel que habiéndolo 

criado Dios en el Cielo, por haberse rebelado contra su 

Majestad, con otros muchos los precipitó en los infiernos 

con los compañeros de su maldad que llamamos Demonios.

O.c. P 179


¿ Qué cosa es gracia? R. Es un ser divino que hace al 

hombre hijo de Dios y heredero del cielo?

¿ Qué cosa es el pecado original R. Aquel con que todos 

nacemos. Heredados de nuestros primeros Padres.

O.c. P. 433


¿ Qué cosa es pecado mortal? R. Pensar, decir o hacer, 

o faltar en algo contra la ley de Dios.


(Nota 20)

P. ¿ Porqué se llama mortal? R. Porque mata el alma del

 que lohace

O.c. P. 433-434.


P.  ¿ Qué creéis cuando decís creo en la Comunión de los

 Santos? R. Que los Fieles tienen parte en los bienes 

espirituales de los otros, como miembros de un mismo 

cuerpo que es la Iglesia.

P. ¿ Quien es la Iglesia? R. La Congragación de Fieles 

Cristianos cuya cabeza es el Papa?

O.c. P. 121-122.





 




















 


lunes, 20 de enero de 2025

Estados póstumos. Ensayo de síntesis 2 (Dominique Viseux)

 La mort et les états posthumes selon les grandes traditions

Dominique Viseux

Guy Tredaniel Editeur Paris 1989 Pp.  143-163  

II  Ensayo de síntesis (continuación)

PROCESOS PÓSTUMOS

El viaje póstumo del ser ordinario que no está adscrito a ninguna comunidad tradicional o religiosa rara vez se contempla en los textos (salvo en P. Sophia, Vedanta) por una razón estrechamente relacionada con esta condición; en efecto, el ser que no participa en una cultura determinada no puede recibir en modo alguno, en el estado póstumo, las imágenes que esta cultura utiliza para identificar el espacio psíquico y las potencias que lo habitan. Además, cuando se contempla este estado, la mayoría de las veces es con fines disuasorios.

Así pues, es difícil trazar el itinerario póstumo del individuo que no tiene «ni fe ni ley», que es propiamente un «inculto» o que se asocia vagamente a una cultura degenerada, incluso materialista y atea. En este caso preciso, en el momento de la muerte, toda posibilidad de liberación inmediata queda evidentemente excluida, ya que la «clara luz primordial» no brilla más que el tiempo de un «chasquido de dedos» (B. Thodol), y lo mismo ocurre con cualquier visión de formas divinas, genios o demonios que pudieran acoger al difunto y guiarlo (L.M. Egipto., P. Sophia, Zohar, Platón), que probablemente son sustituidas por creaciones espontáneas del universo psíquico del difunto, con funciones más o menos vagas según el desarrollo de sus estructuras mentales.

Sea como fuere, las tradiciones coinciden en que el principio consciente permanece consternado por la pérdida de la envoltura corporal y que el alma, lastrada por todas las inscripciones vitales que ha contraído, se estanca en torno al cuerpo durante mucho tiempo (Platón, B. Thódol). Este estado se prolonga mientras estas inscripciones son profundas y las acumulaciones psíquicas nacidas del ejercicio del cuerpo no se agotan y descomponen. Sólo la intervención de elaboradas potencias mentales puede acortar esta interminable desintegración; si éstas faltan, es evidente que el principio consciente sólo puede alojarse en estas inscripciones vitales (sombras: L.M. Egipto, Platón) aferradas desesperadamente al cuerpo y pudriéndose con él.

Por último, hay que ver también que la sustancia psíquica, ya no circunscrita por el cuerpo, se encuentra inevitablemente en contacto con la de otros cuerpos difuntos y que, en virtud de su fluidez natural, se mezcla con ellos y participa a pesar suyo en acumulaciones psíquicas colectivas del mismo orden (L.M. Egipto.). En efecto, no hay razón para considerar el alma desencarnada como una entidad estrictamente limitada en el tiempo y en el espacio, que es lo característico de la condición corpórea. En el estado de sueño, estos límites son más difusos, a fortiori en el estado póstumo intermedio donde el alma adquiere poderes supranormales y puede incluso percibir los pensamientos de los vivos (B. Thódol). También hay que señalar que, en los fenómenos del espiritismo y de la evocación de los muertos (como en el del metempsiquismo), es esta sustancia psíquica inferior y residual la que se manifiesta, lo que confirma el carácter malsano de estas prácticas, siempre desaconsejadas por las tradiciones.

Una vez agotadas las inscripciones vitales (P. Sophia, L.M. Egypt.) o mientras se están agotando (Zohar, B. Thódol), sufren un destino similar las inscripciones mentales, que son más o menos importantes incluso para el individuo que nunca ha buscado formar parte de una comunidad. Esta vez, el difunto es presa de sus propias alucinaciones de carácter pasional, constituidas esencialmente por posibilidades reprimidas (faltas) que no han podido realizarse y que le asaltan. Estas dos etapas, que generalmente se denominan infiernos o purgatorios, y a las que quizás deberíamos preferir el término de «putrefacción psíquica», van seguidas de un estado de inconsciencia absoluta para el individuo ordinario.

A veces se dice que el elemento superior de la personalidad escapa de la envoltura formal (cuerpo y psique) desde el momento de  la muerte (L.M. Egipto: Ba; P. Sophia: Virtud; Zohar: Nescha- má), no participa en las descomposiciones psíquicas y se une a las regiones superiores. Es importante darse cuenta de que se trata de la parte más sutil del alma, la que lleva las inscripciones ideales y vuelve a fundirse con el alma universal de la misma naturaleza. En el caso presente, esta alma superior, habiendo permanecido sin cultivar, vuelve a su origen en estado inconsciente, ya que el principio consciente se ha alojado en las zonas vital y mental sujetas a descomposición. Una vez completada esta descomposición, toda conciencia desaparece por falta de imágenes, ya que el alma es la sustancia necesaria para la producción de imágenes, como un espejo (o un lugar de inscripción), que a su vez son necesarias para que la conciencia se reconozca como tal. Es pues en un estado de inconsciencia, por así decirlo, que el principio consciente se libera finalmente para volver a lo inmanifestado. 

Esta etapa de la existencia póstuma constituye la «segunda muerte», que equivale a la aniquilación (muerte del alma) y en la que no queda ningún elemento de la personalidad. Sin embargo, las sustancias psíquicas descompuestas y despojadas de imágenes (del mismo modo que las sustancias corporales) servirán naturalmente para recomponer otros agregados futuros, al cabo de un tiempo indefinido y en un espacio igualmente indefinido. Sin hablar aquí de conciencia, llevan siempre en sí un deseo vital y mental de manifestación inherente a su naturaleza insatisfecha e insatisfecha. Estas sustancias, absolutamente desprovistas de imágenes e inscripciones, informes, captarán entonces un fragmento de la conciencia no manifestada que las animará, y volverán a reaccionar en otras envolturas formales, cualesquiera que sean. Estas envolturas llevarán necesariamente todas las lagunas «anónimas» anteriores, es decir, todas las posibilidades aún no manifestadas de esta sustancia, que sólo pueden realizarse por la fecundación de la conciencia. Por eso hay que hablar de transmigración (Vedanta, P. Sophia), sin que haya una individualidad que transmigre.

El esquema del viaje póstumo del ser ordinario es bastante simple en sí mismo, ya que es básicamente el mismo que el que se experimenta comúnmente en el estado nocturno (L.M. Egipto, Zohar). El estado intermedio en el que se descomponen las imágenes mentales corresponde al estado onírico, y el alma, incapaz de elevarse por encima de él por falta de aptitud, se hunde entonces en la inconsciencia (sueño profundo) hasta que se reconstituyan sus impulsos vitales (retorno al estado onírico) que la prepararán para una nueva existencia (estado de vigilia).

*

**

El viaje póstumo del ser integrado en una colectividad tradicional, es decir, que obedece a normas sociales estrictas y cuyo objetivo es unir a las individualidades, será muy diferente en virtud del poder ejercido en el estado intermedio por la entidad psíquica colectiva de la comunidad. Esta entidad se sitúa generalmente bajo la autoridad de un legislador fundador (Moisés, Cristo, Mahoma, Buda), que puede ser legendario (Manou, Orfeo, Hermes Trismegisto), o bajo la autoridad de antepasados históricos o míticos. En este caso, el individuo somete su principio consciente al de la autoridad espiritual e integra su alma a la de la comunidad para asegurar su futuro póstumo, su «salvación», y escapar a la segunda muerte. Esta vía, de naturaleza pasiva, tiene como objetivo esencial escapar a los ciclos perpetuos de la existencia y reintegrar el origen por etapas sucesivas o por liberación diferida.

Por extraño que pueda parecer a primera vista, cada comunidad tradicional o religiosa desarrollará para ello medios específicos adecuados a su naturaleza; pero esto es comprensible en la medida en que se considere que, a partir de ahora, es la comunidad la que actúa con su propio genio para salir de la existencia fenoménica, del mismo modo que un ser evolucionado espiritualmente.

Para el individuo integrado, el proceso póstumo será mucho menos doloroso, siempre que haya participado efectivamente en la comunidad de origen. En el momento de la muerte, todas las inscripciones vitales que lo retienen en torno al cuerpo son entonces desbaratadas por las elaboradas facultades mentales (genios, guías psicobombas, ángeles) que extraen el principio consciente de la psique vital residual y lo elevan al nivel de la psique mental. En principio, esta última debería integrar la psique colectiva de la misma naturaleza, pero aquí entran en juego  las inscripciones mentales negativas que se oponen a esta integración y que consisten en todos los ataques hechos al orden colectivo y todas sus transgresiones. En efecto, es natural que un entorno homogéneo no pueda asimilar un elemento heterogéneo, y es por ello que todas las faltas acumuladas contra este entorno deben primero desintegrarse. El difunto debe entonces ser aceptado y perdonado por la comunidad (Platón), y son sus propias acciones e inscripciones negativas las que le acusan (L.M. Egipto, P. Sophia, Zohar, B. Thódol). Así, aunque escape a la descomposición de las inscripciones vitales (P. Sophia), el individuo integrado sufre el purgatorio de los conflictos pasionales que ha provocado, hasta que la sustancia psíquica purificada de sus imágenes negativas (y sólo de ellas) se reasimila en la sustancia colectiva en lugar de desaparecer, como en el caso anterior, en el caos primordial. Aquí hay que destacar el papel y la importancia del redentor, ya sea mítico (Horus) o histórico (Cristo, Buda), sobre todo en su acción de reunir, de «unir múltiples almas». En este sentido, las deidades psicopompos que acogen al alma difunta pueden ser creaciones psicoespirituales colectivas que compensan las carencias individuales momentáneas provocadas por la muerte. En esta medida, el culto a los santos, y probablemente también el de los antepasados, está plenamente justificado.

En esta etapa, las distintas doctrinas divergen, pero se mantiene una concepción: la de la preservación de la individualidad psíquica en el seno de la entidad colectiva. En el hinduismo y el helenismo en particular, el alma, liberada de sus faltas, disfruta de sus méritos acumulados, que son para la psique lo que la fruta para el árbol. Son los efectos benéficos de las acciones conformes al orden comunitario y, por supuesto, los efectos alucinógenos que transforman el alma en una morada paradisíaca bajo la mirada del principio consciente. Estos estados de dicha aparentemente excesivos se justifican por el poder de los difuntos, en el estado intermedio, de multiplicar por diez la intensidad de sus visiones, visiones alimentadas por el imaginario colectivo. Lo mismo ocurre con los infiernos preliminares, donde se agotan los efectos nocivos de actos anteriores que impiden al difunto recuperar el bien colectivo, y que pueden durar, según la gravedad del caso, hasta la perpetuidad (Platón).

Una vez agotadas todas las inscripciones del alma, la conciencia, siempre ávida de imágenes, busca inmediatamente una nueva posibilidad de existencia, que estará determinada por los efectos de la existencia anterior. Estos efectos pueden verse como posibilidades no realizadas que rodean al principio consciente, atrayéndolo o repeliéndolo hacia tal o cual destino (Platón, B. Thódol, Vedanta). Este desenlace póstumo, aunque aparentemente similar al del estado ordinario, tiene sin embargo la inestimable ventaja de no presentar solución de continuidad (segunda muerte) y de preservar la integridad del principio consciente que, en caso favorable, puede obtener nacimientos ventajosos y alcanzar la liberación por grados (Vedánta).

En las religiones semíticas, el disfrute de los efectos benéficos es diferido. Todas las almas que han podido reasimilarse al alma colectiva (Virgen, Shekhina, comunidad islámica) después de abandonar su cuerpo y sus inscripciones vitales y purgarse de sus faltas contra la comunidad, conservan sin embargo su individualidad psíquica pero se duermen por un tiempo indefinido «en el polvo de la tierra». Esta morada de los muertos (el Seol) no es ni feliz ni infeliz, ya que consiste en esperar la reunificación total del alma colectiva, en un estado más o menos inconsciente. Si a veces aparece bajo una luz negativa, se debe principalmente a la posición de las almas que buscan reasimilarse a la comunidad y que son repelidas por sus propias faltas. El Apocalipsis de San Juan distingue dos estados en la morada de los muertos, designados simbólicamente por el Mar (psique colectiva) y el Hades (morada de los rechazados).

Aquí intervienen consideraciones cíclicas que es preciso exponer brevemente: del mismo modo que los fenómenos periódicos de vigilia, sueño y sueño profundo encuentran sus correspondencias en los estados existenciales y póstumos (intermedios y finales), esta analogía puede aplicarse a la escala de los ciclos cósmicos, tradicionalmente asociados a los «días divinos» con sus «noches cósmicas» y sus periodos intermedios de reabsorción (cf. Apocalipsis) y nueva expansión (cf. Génesis). Este concepto, común a las tradiciones semíticas e indoeuropeas (Bhagavad-Gitá; VIII, 17), explica el sentido del estacionamiento indefinido del alma colectiva en el Seol, que aplaza el disfrute de los méritos acumulados hasta el final de los tiempos (Paraíso). En comparación con los sistemas hindú y helénico, esta opción tiene la ventaja de sustraer definitivamente a las almas del ciclo migratorio, y el inconveniente de impedir toda posibilidad de progresión mediante un nuevo nacimiento; pero se justifica por la proximidad del fin de los tiempos y, por esta razón, sólo la practican las religiones más recientes.

El propio fin de los tiempos se concibe como una muerte colectiva. Las almas que no han podido regresar a su comunidad original son rechazadas y disueltas (condenación eterna). En cuanto a las demás, disfrutan individualmente de los méritos acumulados colectivamente y en el orbe del redentor. Cuando todas estas individualidades se desvanecen, el alma colectiva vuelve a ser una, y tras la manifestación grosera, la manifestación sutil se reabsorbe en el mundo informal. En este punto, tiene lugar el matrimonio místico del alma colectiva reunificada y el principio consciente redentor (estado unificado); y lógicamente (pero no cronológicamente, ya que aquí el tiempo ha pasado y el presente se hace perpetuo) sigue la reabsorción de la manifestación informal y la fusión de un principio único en el estado incondicionado (estado liberado).

Aunque el proceso de reintegración final sea idéntico para todas las tradiciones, y todas las almas colectivas se fusionen necesariamente, tras el agotamiento de sus paraísos, en una única Alma del Mundo, lo cierto es que cada comunidad actúa con vistas a este retorno según sus posibilidades, su genio cultural, su especificidad y teniendo en cuenta las leyes y las circunstancias cíclicas. De este modo, el Bardo Thódol, sin duda como resultado de las recientes aportaciones del budismo, parece combinar las vías de la redención y de la transmigración. En el Libro de los Muertos egipcio también se vislumbran estos dos desenlaces, pero es difícil afirmarlo con certeza debido a la ambigüedad de los textos.

*

* *

El viaje póstumo del ser que unifica en sí mismo todas las tendencias opuestas y supera el simple nivel de la afirmación individual, será más o menos directo según que esta unificación esté en vías de realizarse o sea totalmente completa. Como este camino sigue activo y comprometida en el mundo, las pulsiones vitales y mentales se siguen ejerciendo sin que el principio consciente vaya unido a ellos como en los casos anteriores, ya que aquí se elabora la parte más sutil del alma. Así como la zona vital se asocia simbólicamente a la Tierra y la zona mental a la Luna, la zona ideal se asocia simbólicamente a los Cielos planetarios, que son la residencia de los dioses, es decir, de los principios que presiden la formación de los opuestos que determinan las características individualizadas. Una vez asimilados estos opuestos, la atracción y la repulsión desaparecen y los dioses son «reconocidos». El ser adquiere su poder, conoce sus misterios y, por tanto, ya no entra en conflicto con las individualidades.

En el momento de la muerte, el principio consciente abandona rápidamente el cuerpo y las inscripciones vitales de la psique. Del mismo modo, las inscripciones mentales no pueden devolverlo al limbo, ya que se identifica inmediatamente con el alma colectiva que ha reconstituido en su interior. No sometido ya a las condiciones tiránicas de la individualidad, atraviesa la esfera temporal para alcanzar un presente perpetuo. En esta fase, sólo las inscripciones ideales del alma colorean aún las visiones del principio consciente y, según su número, multiplican los «dioses» que le rodean. En realidad, éstos no son más que los fragmentos ilusorios de su propia divinidad, que le corresponde reunir en un dios único que los contenga a todos. El principio consciente reasimila así una a una las tendencias ideales del alma que ha proyectado en la existencia y que, en este nivel supraindividual, se convierten en los aspectos de la sabiduría que dominan en simultaneidad todas las posibilidades sucesivas e individuales. Cuando todos estos aspectos se funden en una sabiduría única e incolora, se redescubre la unidad absoluta y la conciencia alcanza el grado de Ser puro.

Como en las representaciones budistas, donde cada deidad está en unión con su paredro, que simboliza la sabiduría o el poder de la deidad, este estado se equipara tradicionalmente a la unión mística, donde el principio consciente «consume» literalmente la sustancia del alma que hace suya, pasando gradualmente de una unión múltiple a una boda única. Aquí, el deseo encuentra su plenitud, su cumplimiento y su fin, ya que el alma, aunque desprovista de formas, reúne todas las formas en sí misma; del mismo modo, el conocimiento total surge de la unión del Conocedor y la totalidad de lo Conocido. Este estado marca la bisagra entre lo manifiesto y lo inmanifestado.

El proceso que acabamos de describir es absolutamente idéntico al que tuvo lugar anteriormente, cuando las individualidades se agotaron en la morada paradisíaca del fin de los tiempos. El paraíso de las religiones semíticas, como el de las tradiciones indoeuropeas, no puede ser perpetuo, ya que es una recompensa por el mérito acumulado, que siempre tiene lugar en la esfera sutil e individual. Puede decirse, pues, que cuando los méritos se agotan, las individualidades se funden progresivamente en el alma colectiva, por la razón de que ya nada las distingue unas de otras, y que una vez que esta alma colectiva ha vuelto a carecer de forma, atraviesa a su vez la esfera temporal para unirse a su principio redentor. Estos procesos son idénticos y, en realidad, se funden (aunque un ser alcance este grado individualmente y antes del fin de los tiempos) porque, más allá de la individualidad, el tiempo se absorbe progresivamente en la perpetuidad y todo se vuelve simultáneo.

De ello se deduce que la conquista de los estados superiores (de los dioses múltiples al dios único) ya no será cronológica en el sentido existencial del término, sino -si se puede expresar así- cada vez menos cronológica y cada vez más simultánea, hasta alcanzar el punto extremo de la coincidencia del tiempo con el espacio absoluto.

El viaje póstumo del ser que se ha liberado de las condiciones mismas de la existencia se resumirá en cuanto a él en una liberación inmediata de todas las formas de manifestación, puesto que, ya en la existencia, ha logrado la unión mística y realizado el androginismo primordial. Habiendo el deseo

alcanzado su objeto último, se adquiere todo conocimiento y, y, en consecuencia, el ser liberado ya no proyecta nada a su alrededor. De ello se deduce que todas las inscripciones antiguas

EL JUICIO

El examen de las doctrinas ha demostrado que el juicio póstumo, concepto más o menos desarrollado pero común a todas las tradiciones, no adopta un lugar invariable en el proceso de la muerte, ni siquiera un sentido idéntico en cada caso considerado.

El juicio puede preceder a la retribución (Platón) o suceder al castigo (P. Sophia). Puede ser inmanente (B. Thodol) o constituir el punto crucial y el objeto del viaje (L.M. Egipto). A veces es inmediato, a veces diferido (Zohar), a veces ambos (P. Sophia). Puede ser colectivo (Juicio Final) o individual; también puede limitarse a un simple examen para guiar a las almas (Vedánta, P. Sophia).

Si volvemos a la diferenciación por grados de despertar, encontramos sin embargo una cierta homogeneidad de concepto: el juicio póstumo no concierne ni a los seres ordinarios que raramente se ven implicados y que no pueden reconocer sus valores (excepto: P. Sophia), ni a los seres que han alcanzado un cierto grado de unidad y se han comprometido inmediatamente en la «vía de los dioses», a fortiori los liberados. En realidad, sólo los seres simplemente integrados en la comunidad en cuestión están sujetos al juicio de forma invariable. 

Esto se debe a que las faltas y los méritos son sancionados y definidos por valores mentales colectivos. Cualquier juicio sólo puede ser emitido por un grupo hacia un individuo (o por un individuo hacia otro individuo); y es imposible concebir la justicia sin un grupo. Esta condición se experimenta comúnmente en la existencia social, no sólo a través del ejercicio de la justicia oficial, sino también en las relaciones más cotidianas; es, pues, muy natural que el juicio reaparezca en la condición póstuma, que sea inmanente a ella cualquiera que sea su lugar, porque condiciona enteramente el régimen de la individualidad humana.

Así, aparte de los que están por definición por encima o por debajo de los valores individuales y sociales, todo ser acumula faltas y méritos en relación con la colectividad. Sin embargo, estos dos tipos no son solidarios ni inversamente proporcionales, y bien puede ocurrir que un ser no acumule ni faltas ni méritos. Esta distinción explica por qué el juicio póstumo puede tener lugar incluso después de la expiación de las faltas, y sugiere que su finalidad es esencialmente evaluar los méritos.

Siempre en relación con las tres zonas de actividad psíquica, las faltas pueden ser de distinta gravedad: debidas a la excesiva importancia concedida a la satisfacción de las necesidades vitales, no constituyen delitos contra la comunidad por estar por debajo del nivel de los valores mentales, pero lastran el compuesto psíquico y retrasan su separación de la envoltura corporal ; cometidos durante conflictos pasionales contra otros individuos o contra la comunidad entera, aplazan indefinidamente la reintegración en la comunidad y ponen en juego la noción de arrepentimiento; por último, perpetrados contra el espíritu mismo de la comunidad, es decir, esta vez en la esfera intelectual, conducen al rechazo definitivo que puede asimilarse a la «condenación eterna». Las tradiciones, y las religiones semíticas en particular, conceden la máxima importancia a los delitos «contra el espíritu» (blasfemia, sacrilegio, etc.), cuyo objetivo no es otro que negar toda trascendencia y arruinar el espíritu de la comunidad. Ni que decir tiene que un ser rechazado de su comunidad está condenado a una soledad póstuma que acaba en la desintegración y la nada.

Además de estos tres tipos esenciales de ofensa, que constituyen las inscripciones negativas y que, en virtud de la fluidez del alma en el estado póstumo, se vuelven inmediatamente atroces y repulsivas en diversos grados, hay otro tipo de ofensa que las culturas tradicionales condenan con mucha firmeza: la que se refiere al misterio de la sexualidad. En efecto, y especialmente en el caso de desviación sexual, es la totalidad del psiquiemo lo que está afectado aquí, y si se recuerda lo que se ha dicho sobre la necesaria asimilación de la sustancia-alma (femenina) por la esencia-espíritu (masculina), es comprensible que, en el orden individual y social, cualquier infracción de esta ley ponga en grave peligro la realización misma de este proceso.

La cuestión del mérito, en cambio, parece mucho más sencilla. El mérito abarca todas las formas de realización normal del potencial individual, según la naturaleza de cada persona y la norma social. Las acciones rituales suelen ser las más gratificantes porque impregnan la psique en su conjunto y a todos los niveles, y tienen como único objetivo la cohesión de la divinidad y su manifestación. En las tradiciones que han conservado toda su vitalidad, la distinción entre lo sagrado y lo profano es inconcebible, y todo acto, incluso el más cotidiano, adquiere un valor sacrificial y ritual, vinculando así todos los órdenes de manifestación en perfecta simultaneidad. El acto ritual, cargado de sentido, sólo es importante aquí en la medida en que engarza el alma individual en sus estructuras más profundas, permite la cohesión y la coherencia de la comunidad, manifiesta los arquetipos ideales en el mundo de los fenómenos y los realiza a través de todas las actividades de la sociedad tradicional. Así elabora la identidad colectiva y, a través de manifestaciones artísticas, religiosas, literarias, artesanales o de otro tipo, la propia identidad cultural. Esta creación nunca es gratuita: su finalidad es estructurar el imaginario colectivo y posibilitar así la reintegración de las individualidades en la unidad primordial, a través de los múltiples estados del Ser.

El mérito de cada individuo reside en ordenar este imaginario colectivo, alimentarlo, enriquecerlo y disciplinarlo, lo que se consigue mediante la proyección en todas las funciones sociales. El individuo que haya colaborado en este logro habrá «hecho fructificar su potencial». Si no, habrá permanecido «estéril» y quedará apartado de la comunidad (Zohar, Evangelios).

Resumido de este modo, este punto de vista sobre el significado del juicio póstumo nos ayuda a comprender por qué las autoridades tradicionales conceden tanta importancia a los dogmas, que son como la arquitectura del espacio psíquico colectivo y que hay que preservar a toda costa. También explica por qué las cuestiones históricas de los cismas y las herejías colectivas, que eran como tantas escisiones en el alma común, eran tan violentas y apasionadas. No se trata de justificar ciertas monstruosidades inquisitoriales, sino simplemente de sugerir las razones más profundas de estos fenómenos. Es inconcebible que una comunidad tradicional se divida sin cesar y se extravíe sin normas ni puntos de referencia, lo que sería contrario a su vocación; y hay un punto que conviene subrayar: el objetivo de tal comunidad no es sólo reunir a los individuos en el espacio, sino también en el tiempo. Es en esta comunidad donde antepasados y descendientes lejanos deben encontrarse en su estado póstumo; por tanto, es necesario que todos los individuos vivan en la misma comunidad, hablen la misma lengua y se reconozcan. En consecuencia, las tradiciones establecen rígidamente sus instituciones para combatir la disolución del tiempo y fijar su espacio; «excomulgan», «exterminan» o «proscriben» a cualquier individuo que las ofenda.

Hasta ahora, sólo hemos hablado de las sociedades tradicionales y de su futuro póstumo; y obviamente, por sus opciones, la sociedad occidental moderna se excluye a sí misma de este proceso. Por otra parte, no tiene sentido comentar su propio futuro, por una razón estrechamente ligada a su propia naturaleza: ni se pronuncia ni se quiere pronunciar. Al margen de cualquier examen, se hace lógico pensar, de acuerdo con lo expuesto, que no tiene futuro póstumo.

Por otra parte, es inadecuado hablar de civilización occidental en la medida en que esta civilización, en Occidente al menos, no es más que la continuación de la civilización cristiana, amputada de su trascendencia. No es el único caso en la historia, y hay que matizar esta definición añadiendo que el cristianismo, aunque ya no concierna más que a una minoría social, sigue persiguiendo su vocación de acercamiento hasta agotar todas sus posibilidades.

A este respecto, puede decirse que la sociedad moderna no es más que una suma de individualidades desligadas de un núcleo cultural cada vez más reducido, y que su destino póstumo se reduce al de una multiplicidad de individuos corrientes que ya no tienen entre sí ningún vínculo real ni ninguna comunidad de espíritu. En efecto, si consideramos la visión occidental del mundo, es decir, la elaboración de su espacio psíquico colectivo, que se supone le garantiza algún tipo de futuro, pronto nos damos cuenta de que cada vez está más materializada, reducida al mundo corpóreo y resumida en él. Esta progresión también es significativa: la filosofía, que sucedió directamente a las concepciones religiosas, se encerró en un espacio abstracto para cultivar valores intelectuales que no tenían ninguna repercusión en la comunidad y que el tiempo corroyó rápidamente. El psicoanálisis la destruyó y la volvió obsoleta al subordinar el intelecto a la mente, es decir, sus valores a los suyos propios. Al ver las religiones como manifestaciones neuróticas colectivas, las ha sustituido por nuevas mitologías parentales y sexuales que resultan más seductoras porque eliminan las barreras comunitarias y familiares. Sin embargo, el propio psicoanálisis, demasiado atrapado por un nuevo ocultismo y un espíritu de casta, y que afirma la existencia de la psique como entidad distinta de la entidad corporal, pronto será reabsorbido por la explicación científica pura cuando sea posible intervenir químicamente sobre todos los fenómenos psíquicos. En ese momento, por supuesto, la conciencia colectiva se alojará por completo en la manifestación corporal y terminará con ella.

Es probable que, en un futuro más o menos próximo, la mayoría de la especie humana adopte las concepciones modernas, pero debemos insistir aquí en la palabra concepción, que sólo expresa una producción mental más. A pesar de las certezas occidentales, la realidad total sigue siendo idéntica a sí misma y no puede verse afectada por visiones reductoras que, al fin y al cabo, son muy limitadas en el tiempo, el espacio y el sujeto.

Para volver al tema de los destinos póstumos, y responder a la posible objeción de que la cultura occidental moderna representa el desarrollo de una entidad psíquica colectiva asimilable a todas las demás, es preciso hacer algunas puntualizaciones. La sociedad moderna, aunque aparentemente homogénea, sólo lo es de hecho en su organización material, y rechaza toda ideología espiritual colectiva por considerarla alienante. En consecuencia, todos los valores comunitarios se derrumban y acaban fragmentándose en una multitud de valores individuales heterogéneos que cada vez se preocupan más sólo de la manifestación vital del ser y de su protección contra la amenaza de la muerte. La muerte se convierte en lo único que se experimenta en común, el único lugar donde los individuos se reconocen y hablan el mismo lenguaje. Fuera de ella, todo se vuelve posible y, dada la ausencia de valores espirituales, progresivamente aceptado. El ejemplo más llamativo y significativo es el desorden del comportamiento sexual. Este fenómeno no es insignificante para el desarrollo de la conciencia social, ya que determina el futuro mismo de la especie y su calidad psíquica, y es irreversible y progresivo. Por último, y este es un punto fundamental, el hombre moderno se diferencia del hombre arcaico en su incapacidad para descubrir en el mundo sensible lo que es y lo que no es. Esto se traduce en una incapacidad para unificar y trascender su propio manifestaron. Convencido de que las cosas en sí mismas no tienen sentido (lo cual es correcto), se niega a darles ninguno, sin ver que la finalidad misma de la inteligencia es hacer que las cosas tengan sentido.

En conclusión, podemos decir que el futuro póstumo del hombre moderno que no esté vinculado a una comunidad tradicional será una simple descomposición de la psique y el agotamiento de las inscripciones vitales y mentales. Para el individuo desprovisto de todo valor comunitario, no hay juicio posible, ya que todo juicio presupone la existencia de una entidad colectiva y de un sistema de valores y, según las palabras del Evangelio, cada individuo se mide por la medida con la que se ha medido. Así, el hombre moderno, abandonando su conciencia redentora, abandona también toda posibilidad de redención por sí mismo; afirmando su especificidad individual, destruye el lenguaje colectivo; perdiendo toda medida, por falta de valores, ya no se mide por nada; viendo la existencia sensible como un fin en sí misma, acaba con ella. Ni siquiera deberíamos hablar aquí de «condenación eterna», que sigue presuponiendo un juicio. Se disuelve pura y simplemente en la inconsciencia del caos primordial, siguiendo su propia creencia; y esto es de nuevo, podría decirse, el efecto de una justicia inmanente y absoluta.

Cualquiera que sea su destino y sus logros, el hombre hereda siempre sus propias producciones. En esto es el creador, el arquitecto de su espacio póstumo, idéntico a Dios y fundido en él. Se convierte en lo que piensa, lo que dice, lo que hace, pero ignora sus propias facultades de demiurgo. Pulsión del No Ser al Ser puro, asume un «programa» genético, psíquico y arquetípico para cumplir una de las infinitas posibilidades de manifestación. Este programa es esencial para definir el campo de significados que lo conducirá a la conciencia pura y para no perderse en el movimiento y la multiplicidad de los fenómenos que él mismo ha conquistado.

No hay dualidad Hombre-Dios, sino sólo una propulsión indefinida de conciencias fragmentarias hacia un conocimiento único. Tampoco hay dualidad Espíritu-Materia, sino sólo grados de condensación capaces de efectuar el paso de lo que no es consciente a lo que se hace consciente. En este continuo, es inútil preguntarse si «Dios existe», porque basta ver que sólo existe la Conciencia; del mismo modo, es absurdo pensar que la Conciencia nace de la materia, cuando esta materia sólo es una Conciencia en formación.



Estados póstumos, Ensayo de síntesis 1 (Dominique Viseux)

 La mort et les états posthumes selon les grandes traditions

Dominique Viseux

Guy Tredaniel Editeur Paris 1989 Pp. 131-142    


II   Ensayo de síntesis

 


CONCIENCIA Y EL COMPUESTO PSÍQUICO

Antes de sintetizar las posibilidades póstumas, hay que definir con la mayor precisión posible los elementos de la personalidad que son susceptibles de modificación después de la muerte.

El término «alma», que se ha utilizado con mayor frecuencia para designar todos estos elementos, tiene la ventaja de ser fácil de utilizar, pero el inconveniente de ser impreciso y a veces inexacto. El Bardo Thódol parece rechazarlo, prefiriendo la noción de conciencia, principio consciente o incluso «conocedor». El Vedánta puede tolerar este uso, siempre que considere el alma individual como un fragmento ilusorio del Ser encarnado, afectado por las condiciones de la existencia. Para el antiguo Egipto, el Ka, actor principal de la condición póstuma, designa también un principio consciente; y, en realidad, sólo las religiones semíticas aceptan plenamente la noción de alma tal como la entendemos hoy.

Estas diferencias son sólo aparentes y se deben a simples diferencias de opinión. En realidad, en todas las doctrinas presentadas se establece una relación fundamental entre un «conocedor» y un «conocido», cuyo resultado es el «conocimiento» en grados variables de un individuo a otro. El conocedor puede definirse como  la conciencia o el principio consciente, y lo conocido como el alma, entendida como una sustancia más o menos elaborada animada por múltiples tendencias y facultades. Vista desde este ángulo, la condición individual repentinamente privada de existencia corporal por la muerte puede resumirse así: el principio consciente y conocedor (la conciencia) permanece rodeado de su propia sustancia psíquica (el alma); entra en ella como en un mundo que explora y del que experimenta todas las producciones acumuladas por la existencia. El principio consciente puede asimilarse al espíritu o al Yo, más o menos lúcido o maltratado por las ilusiones establecidas en el alma; encarna la esencia y la permanencia del ser en su modalidad no actuante (pero activa). El alma, por el contrario, representa la sustancia y el movimiento del ser en su modalidad obrante (pero pasiva); en la condición póstuma, se desarrolla y se extiende alrededor del principio consciente, rodeándolo con sus tendencias y facultades, asaltándolo, subyugándolo o, por el contrario, encantándolo y sometiéndose a él. Por tendencias del alma entendemos todos los «humores» que resultan de la existencia y que crean las moradas póstumas, paradisíacas o infernales; Por facultades del alma entendemos todas las voluntades vitales, mentales o intelectuales que, proyectadas en torno al principio consciente, se encarnan en forma de dioses, ángeles, espíritus demiúrgicos o tiránicos, según la cultura del difunto; cuando éstas han sido mutiladas o reprimidas durante la existencia, aparecen en forma de demonios o dioses irritados. En cambio, si se han cumplido, son dominados y reconocidos como tales durante el viaje póstumo, y se reabsorben en el principio consciente, que se fortalece con ellos.

Por supuesto, el ser que no tiene una cultura tradicional específica no verá ni dioses ni diosas.Sus facultades aparecerán en forma de personajes típicos, sus entornos psíquicos en forma de lugares simbólicos. Esta situación, aunque aparentemente equivalente, presenta sin embargo un gran inconveniente. En efecto, si consideramos que toda tradición tiene por objeto estructurar el campo de la conciencia y orientar al difunto en la «geografía del alma», el individuo privado de tradición y cultura tendrá todas las posibilidades de perderse y vagar en el laberinto de sus propias alucinaciones. Esto explica la importancia que conceden las tradiciones orientales a la meditación sobre diagramas y representaciones simbólicas del ser (móndalas, tankas, yantras).

La tripartición del alma, frecuentemente expuesta por las doctrinas semíticas, no tiene equivalente real en las tradiciones orientales, pero sin embargo se refiere a una realidad expresada universalmente: envuelto por la substancia psíquica, el principio consciente se ve inevitablemente afectado por los efectos buenos y malos de sus acciones anteriores, que pueden dividirse en tres zonas: vital (o en relación con la existencia corporal); mental (o en relación con la existencia individual y su afirmación); intelectual o «ideal» (o en relación con la existencia supraindividual). Estos efectos son los agentes esenciales de la condición póstuma: colorean los ambientes psíquicos, pesándolos o aligerándolos, moviendo la conciencia, atormentándola, irritando a los «dioses» o apaciguándolos.

Por supuesto, esta tripartición no es más que un reflejo de la tripartición que rige la condición humana: cuerpo - compuesto psíquico (alma) - principio permanente de conciencia (espíritu). Cada uno de estos tres elementos está vinculado a un orden de manifestación que lo determina y que es, para el cuerpo, el mundo grosero, para el compuesto psíquico el mundo sutil, para el principio consciente el mundo informal. En el estado de vigilia y de existencia, estos tres órdenes de manifestación se superponen, mientras que en el estado de vigilia o en el estado póstumo intermedio el mundo grosero desaparece, y en el estado de sueño profundo (sin vigilia) como en el estado póstumo final, a su vez el mundo sutil se reabsorbe.

Estos tres elementos de la condición humana tienen cada uno sus propios impulsos (vital e instintivo para el cuerpo, mental y pasional para la psique, informal y unitivo para el principio consciente), todos los cuales repercuten positiva o negativamente en la sustancia del alma. Ésta se verá, pues, muy modificada por esas diversas inscripciones que la acompañan como un «equipaje», y por eso es preferible hablar aquí de un compuesto psíquico. Por el contrario, el principio consciente, como el Yo (Atman) en el hinduismo, es continuo, homogéneo e inalterable. Sólo su condición se ve modificada y afectada por la naturaleza del alma y sus acumulaciones psíquicas, que a su vez se ve afectada y modificada por la existencia sensible y corporal.

El resultado de estas condiciones es que el Ser, así encarnado, puede cegarse o alcanzar un alto grado de despertar según la densidad o ligereza del alma que marica. Pero sigue siendo el único principio, vigilante y activo, aunque no actuante; es él quien se aprisiona o se libera a voluntad.

ESTADOS Y GRADOS DEL DESPERTAR

La cuestión esencial del proceso póstumo no puede abordarse sin considerar previamente los diferentes grados de realización y de despertar que lo determinan y lo modifican radicalmente. Teniendo en cuenta las definiciones anteriores del principio consciente y de su componente psíquico, se desprende inmediatamente que el primero es el único responsable de su grado de despertar o de ignorancia (ya que, en última instancia, es siempre la conciencia la que da su asentimiento a tal o cual tendencia del alma) y que el segundo es el único que se modifica en su naturaleza y lleva los signos fácilmente discernibles relativos al grado adquirido.

Todas las iniciaciones tradicionales incluyen múltiples grados (a veces muy numerosos) que sancionan, más o menos simbólicamente según los casos, los niveles de perfección del ser. Éstos pueden agruparse fácilmente en cuatro estados que definen a la vez la naturaleza de lo conocido (o del compuesto psíquico) y el grado de despertar del conocedor (o de la conciencia); esta división, generalmente adoptada por las doctrinas que se han expuesto, es la siguiente: 

- El primer estado, que no siempre se toma en consideración, es el estado ordinario en el que la conciencia no ejerce ninguna autoridad sobre el conjunto de las posibilidades psíquicas, que están sometidas a la omnipotencia de los fenómenos sensibles y a un desarrollo anárquico. Es el estado natural de la infancia, al que en principio debe superponerse la autoridad paterna (o asimilada); pero es también, en otro aspecto, el de todo ser privado de moral, de vínculos tradicionales o de referencias a un absoluto. En este estadio, predominan las exigencias vitales y el ser se ocupa esencialmente de satisfacer sus necesidades corporales y materiales, dejando el resto de sus facultades en estado embrionario. El resultado son inscripciones psíquicas «pesadas».

- El segundo estado está marcado por la integración en la comunidad. Tradicionalmente, esto se sanciona con ritos de entrada en una comunidad religiosa, a veces al nacer (bautismo, circuncisión judeoislámica), a veces en la adolescencia (ritos de pubertad, iniciaciones diversas). Este estado se caracteriza por la conformidad con una moral colectiva que pretende preservar la cohesión de los individuos frenando los impulsos vitales primarios (sexualidad, violencia, tendencias a la inercia, depredación, etc.), pero también se manifiesta por la construcción de una conciencia colectiva (que desempeña el papel del conocedor, que, en un contexto tradicional, suele encarnar la autoridad religiosa, ancestral o no) y de una comunidad (que desempeña el papel del alma colectiva). Lo que hay que subrayar aquí es la importancia que se concede a la salvaguardia de la comunidad, lo que no impide que ésta afirme, y a veces incluso fomente, la afirmación de los valores individuales. Esto se ve sobre todo en el interés que se muestra por los actos meritorios y reprobables, y en la distinción que se hace entre lo que se ajusta al orden colectivo y lo que no. De ello se deduce que el ser «integrado» se comportará de un modo radicalmente distinto al del estado ordinario, ya que aquí la conciencia se traslada al plano mental y establece sistemas de valores que en el caso anterior sólo existen en un estado burdo e inmediato. Estos valores definen lo que es verdadero, justo, lógico, sensato, bello, noble, valiente, generoso, etc. y rechazan lo que es falso, injusto, ilógico, tonto, feo, cobarde o egoísta. El ser integrado procede esencialmente por selección y represión, y como él mismo busca la afirmación individual dentro de la comunidad, concede una importancia capital a los honores, los lugares, la reputación, el rango social, y a todas las reglas explícitas o implícitas que rigen las relaciones sociales, y que recompensan o penalizan de alguna manera. Critica, juzga, condena y elige a sus amos, a sus héroes, a sus dioses que encarnan los valores elegidos, pero también a sus antihéroes, a sus chivos expiatorios y a sus demonios. Todos estos componentes de la existencia individual (y afirmados como tales) tienen evidentemente sus repercusiones en la vida póstuma, y explican la omnipotencia de los actos meritorios o de las faltas, el pacifismo de los dioses honrados y la irritación de los demonios reprimidos, que forman las inscripciones mentales del alma.

- El tercer estado puede denominarse «estado unificado». Tradicionalmente, está marcado por la iniciación propiamente dicha, que ya no es simplemente la integración en la comunidad, sino la entrada en la vía de la realización espiritual y, más concretamente, según la terminología antigua, en la vía de los «pequeños misterios». El objetivo de esta vía es la unidad del ser  y, como ya hemos visto, la cohesión de las almas múltiples. En esta etapa, el individuo ya no se afirma como tal, sino que asimila todos los elementos de la comunidad, ya sean juzgados buenos o malos. La característica del estado de vigilia (o estado existencial) es que opera por proyección externa, por lo que al asimilar a todos los individuos de una comunidad, el ser asimila y reunifica todas sus pulsiones internas. Este estado se caracteriza por un abandono de los valores sociales, que no son anulados, transgredidos o abolidos, sino integrados y superados. Este último punto es sumamente importante y debe evitar cualquier confusión. Es indiscutible que los valores tienen su razón de ser y que impiden que el individuo retroceda al estado ordinario, casi animal; pero no es menos cierto que particularizan a ese mismo individuo, lo definen y limitan su campo de conciencia. El ser «unificado», en cambio, aunque distingue siempre entre lo que es deseable y lo que no lo es, comprende sin embargo que lo bueno necesita de lo malo para afirmarse, lo bello de lo feo, lo lógico de lo ilógico o lo justo de lo injusto, y, en definitiva, que eliminar un opuesto es eliminar lo inicial, que vuelve inmediatamente al estado indiferenciado ordinario. El estado unificado se caracteriza así esencialmente por la superación de las convenciones sociales, del espíritu de clase, del sentido de la retribución, del honor y del deshonor, de la crítica, del juicio y de todo lo que exacerba el individualismo. Al no proceder ya por selección y represión, sino por asimilación ecuánime de todo lo que constituye la existencia y los individuos, el ser percibe al enemigo como amigo, al demonio como manifestación necesaria de lo divino; en consecuencia, se libera de todo apego pasional y de la propia actividad mental que condiciona al ser «integrado». En este estadio, cuando todo conflicto con la existencia se hace imposible, el alma sólo registra las inscripciones ideales o arquetípicas y todas las zonas de la conciencia se reúnen.

- Por último, el cuarto estado es el del ser «liberado». Tradicionalmente, éste es el objetivo último de la existencia y el camino de los «grandes misterios». Mientras que, en el estado anterior, aunque liberado de la atracción y la repulsión hacia las cosas y de su propia individualidad, el ser seguía distinguiendo los fenómenos de la existencia y participaba activamente en ellos en su deseo de reunirlos, en el caso presente es de la existencia misma de la que se libera para alcanzar un estado totalmente incondicionado. El alma, una vez más libre de toda inscripción, se reabsorbe en el principio consciente, el cual, al no estar ya sujeto a la necesidad de proyectar hacia el exterior sus contenidos psíquicos completados y asimilados, ve ampliarse infinitamente su propia dimensión.

Huelga decir que tal definición de la condición humana en cuatro estados debe matizarse. Esta gradación es, además, más teórica que real, ya que ningún estado se adquiere nunca definitiva y totalmente, es decir, liberado de las condiciones limitadoras de los estados precedentes, de los que siempre quedan inscripciones, por mínimas que sean. Sin embargo, esta división se justifica en la medida en que se ajusta a la sucesión de los órdenes de manifestación: el estado de vigilia, único estado en el que se manifiesta la actividad vital; el estado de vigilia, en el que se ejerce sobre todo la actividad mental; el estado de sueño profundo, tradicionalmente asimilado a la proximidad divina; y, por último, el estado incondicionado, en el que la manifestación se reabsorbe en la infinitud del no-ser.

Como puede verse, la sucesión de estos cuatro estados sigue un proceso de reunificación progresiva, es decir, el paso de la multiplicidad a la colectividad, luego a la unidad hasta la extinción en el cero inicial. Este fenómeno puede compararse a ciertas consideraciones tradicionales que asimilan las especies animales a estados individualizados, y las estaciones supraindividuales a estados colectivos. Según este punto de vista, el animal no es un individuo por derecho propio, sino un fragmento de individuo que se reúne con el conjunto de la especie. Por el contrario, el estado supraindividual (simbolizado por ángeles, genios, etc.) se considera siempre un estado colectivo, en el que el individuo constituye por sí solo una especie. Podríamos ampliar esta consideración diciendo que cuanto más se restringe la conciencia (en los regímenes inferiores y hasta la materia inerte), más se multiplica y fragmenta; y que, por el contrario, cuanto más se reúne (en los estados superiores hasta el nivel del ser absoluto), más se expande. Ahora bien, si el estado humano es capaz de alcanzar la conciencia pura e infinita, es lógico que también pueda hundirse hasta la inconsciencia absoluta. Sin embargo, estos dos estados extremos sólo pueden contemplarse una vez abandonado el envejecimiento corporal, es decir, en el estado póstumo.