El bien común no es el lucro común
• Fernando del Pino Calvo-Sotelo
• 27 de enero de 2025
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Decía Peter Kreeft que una sociedad buena es aquella en
la que es fácil ser bueno. En este sentido, ¿es buena
nuestra sociedad? Y ¿de qué depende su bondad? El
concepto esencial para responder a esta pregunta es el
bien común, un concepto tan relevante que explica en
gran medida el destino de las sociedades, el bienestar y
felicidad (siempre relativa) de sus ciudadanos y su
desarrollo material, intelectual, emocional y espiritual. Por
lo tanto, el bien común tiene una importancia
trascendental, a pesar de lo cual es raro que se mencione
y aún más raro que se comprenda.
Definamos el bien común
Utilizando la vía negativa, conviene aclarar en primer
lugar lo que el bien común no es. El bien común no es la
suma de los bienes de los miembros de una sociedad, ni
se refiere a los bienes de titularidad pública, a la
existencia de servicios públicos o a algún tipo de
colectivismo o redistribución de la riqueza. Esto no quiere
decir que el bien común no trate estas cuestiones
materiales y económicas, sino que alcanza un significado
humano mucho más amplio y profundo. El bien común
tampoco es un juego de suma cero ni se opone al bien
privado; no es excluible, sino que beneficia a todos.
¿Qué es entonces? Su definición más precisa es la
siguiente: El bien común es el conjunto de condiciones
sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo
expedito y pleno de su propia perfección[1]. En otras
palabras, el bien común hace referencia a la creación y
mantenimiento de un marco institucional, político, social,
jurídico y económico y, ante todo, de un êthos o moral
compartida que facilite la consecución de una plenitud de
vida, de una realización trascendente y holística de cada
individuo y, en consecuencia, del logro parcial de la
felicidad que todos anhelamos[2].
El bien común crea un marco de actuación y un caldo de
cultivo, pero no ofrece un resultado predeterminado. Se
trata de una condición necesaria, pero no suficiente. Hace
posible que las personas puedan florecer, pero no lo
garantiza, pues todo dependerá siempre del más elevado
atributo del ser humano: su libertad. Como dijo el Sabio
hace 2.200 años: «Al principio Dios creó al hombre y lo
dejó en poder de su libre albedrío. Él ha puesto delante
fuego y agua: extiende tu mano a lo que quieras. Ante los
hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará
lo que prefiera»[3]. En otras palabras, el bien común es la
tierra buena que permite germinar al hombre, pero, en
última instancia, éste, como sujeto autónomo de decisión
moral, «dueño de su destino y capitán de su alma»[4],
será siempre el responsable último de dar fruto. En el ser
humano, libertad, responsabilidad y dignidad son
inseparables.
De todo ello se desprende que el concepto de bien común
se aleja de cualquier idea de igualitarismo, pues el
desarrollo pleno de cada individuo es siempre relativo y su
fruto dependerá de sus capacidades intelectuales,
morales y emocionales, que varían de individuo en
individuo y dan resultados diferentes que son justos
precisamente por ser diferentes.
La defensa de la vida y de la familia
El primer elemento del bien común es el respeto a los
derechos y libertades fundamentales del individuo,
comenzando por el derecho a la vida desde la concepción
a la muerte natural. El bien común exige, por tanto, una
cultura que ensalce y defienda la vida a toda costa, una
sociedad en la que prevalezca el respeto absoluto a la
vida como un don que no depende de la voluntad y del
deseo de nadie. En este sentido, la triste y gris Cultura de
la Muerte que ha impregnado nuestras sociedades, que
no sólo normaliza el horror del aborto y la eutanasia, sino
que los identifica con el progreso, no indica civilización
sino barbarie, y retrata una sociedad enferma y, en cierto
sentido, grotesca, pues nada hay más ridículo que
creerse lo contrario de lo que uno es.
El bien común exige la defensa de la familia como pilar
básico de la sociedad de modo que el niño tenga la
posibilidad de crecer en un ambiente familiar estable con
su padre (cromosoma XY) y su madre (cromosoma XX).
Es, por tanto, contrario al bien común fomentar el divorcio
como hace en España la ley del divorcio exprés (PSOE-
PP), que eliminó prácticas dilatorias que proporcionaban
al matrimonio tiempo para discernir la decisión que estaba
a punto de tomar. Una política favorable al bien común
sería la opuesta: ayudar a los matrimonios a evitar, en la
medida de lo humanamente posible, un paso que no
tiene vuelta atrás. También es contrario al bien común (y a
la verdad) el silenciamiento cultural ―por ejemplo,
cinematográfico― del sufrimiento que supone para la
mayor parte de sus protagonistas, en especial para los
hijos.
La defensa de la libertad
Otro componente imprescindible del bien común es el
respeto a la libertad individual. La libertad es el oxígeno
del alma, sin el cual ésta se marchita. En este sentido,
resulta inquietante la paulatina represión de libertades
personales que hemos sufrido en las últimas décadas en
esta Europa secuestrada por una UE crecientemente
oscura.
El caso de España desde 1975 es especialmente
paradójico. Nadie imaginó que el precio de obtener una
muy restringida libertad política, basada en poco más que
un ritual de voto bastante inútil realizado un día cada
cuatro años, era perder enormes grados de libertad
personal, robada por la opresión burocrática y el magno
latrocinio impositivo de ese Estado semi totalitario llamado
Estado de Bienestar. Así, el español medio paga hoy el
doble de impuestos que pagaba en 1974 y encima
soporta un número de prohibiciones y a una exigencia
cotidiana de permisos administrativos muy superior al de
hace medio siglo. Hemos pasado de una dictadura a otra,
mucho más hipócrita.
¿Y qué decir de la libertad de pensamiento y de
expresión, perseguidas en plena «democracia» por la
tiranía de la corrección política y la censura más
impudorosa? ¿Y qué decir de la libertad religiosa,
especialmente del cristianismo, perseguido e injuriado por
bufones que jamás se atreverían a hacer lo mismo con
otras religiones?
El progreso económico como bien común
El bien común también exige un sistema económico que
fomente la creación de riqueza. Afortunadamente, no hay
que inventarlo, por ser bien conocido: la economía de
mercado, enmarcada en un entorno de seguridad jurídica,
con un Estado pequeño y, sobre todo, desde el respeto a
la propiedad privada, condición sine qua non para el
progreso económico y «principio fundamental que ha de
considerarse inviolable»[5].
El estatismo, la inseguridad jurídica y los impuestos son
enemigos de la propiedad privada. Así, resulta axiomático
que una sociedad sin seguridad jurídica y con impuestos
altos típicos de nuestros Estados-vampiro, o en la que los
okupas gozan de mayores derechos que los legítimos
dueños de las viviendas, será más pobre, inestable e
injusta que una sociedad con seguridad jurídica,
impuestos bajos y clara protección del derecho a la
propiedad.
Dicho eso, un sistema adecuado es una condición
necesaria pero no suficiente para el progreso económico,
que siempre dependerá en última instancia de la
actuación del individuo. Ningún sistema o estructura social
puede resolver el problema de la pobreza como por arte
de magia sin una «constelación de virtudes: laboriosidad,
competencia, orden, honestidad, iniciativa, frugalidad,
ahorro, espíritu de servicio; cumplimiento de la palabra
empeñada, audacia; en suma, amor al trabajo bien
hecho»[6].
Del mismo modo, una sociedad en la que las normas se
multiplican como células cancerosas y pueden ser
interpretadas arbitrariamente, una sociedad en la que se
aprueban constantemente leyes inicuas y siempre
cambiantes, fruto del capricho de una mayoría que sólo
busca perpetuarse en el poder, es contraria al bien
común. En el mismo sentido, una sociedad en la que los
máximos órganos jurisdiccionales están politizados y
caen en la más abyecta prevaricación no puede ser una
sociedad buena, al contrario que una sociedad regida por
leyes justas basadas en principios inmutables, en normas
consuetudinarias, en la Ley Natural y en el sentido
común, y con una Justicia independiente.
El bien común exige que aquellos que se vean
imposibilitados para salir adelante por sus propios medios
sean cuidados por la comunidad y no abandonados a su
suerte, pues una sociedad que no protege a sus
miembros más débiles no puede denominarse buena. Sin
embargo, cuidar de esa pequeña minoría que no puede
cuidarse a sí misma nada tiene que ver con la trampa del
Estado de Bienestar[7], cuyo férreo manto «protector»
(una prisión encubierta) cubre innecesariamente a toda la
población con el único objetivo de controlarla, es decir,
como coartada para lograr un Estado de Servidumbre.
Como pudimos comprobar con la DANA de Valencia, la
comunidad puede voluntaria y espontáneamente cuidar
de sus miembros con mucha mayor agilidad y eficacia
que un Estado anquilosado controlado por intereses
mezquinos.
Pero lo más perverso del Estado de Bienestar es que
hace creer al común de los ciudadanos que nunca podrá
valerse por sí mismo, sino que siempre necesitará al
Estado, una creencia falsa y denigratoria que se opone
frontalmente tanto al bien común como al principio de
subsidiariedad que debe regir toda sociedad[8].
El respeto a la verdad y a la palabra dada
Como nos recuerda Thomas Woods, «todos los países
que han sido económicamente exitosos poseían derechos
de propiedad robustos y una clara exigencia de
cumplimiento de los derechos contractuales»[9]. Diciendo
lo mismo con otras palabras, Richard Maybury basa el
éxito de una sociedad en dos principios: no violes los
derechos y propiedades de los demás y cumple lo que
has acordado.
El bien común, por tanto, también exige cumplir las
promesas, los contratos y, en definitiva, la palabra dada,
partiendo de las promesas personales. Una sociedad que
respeta un apretón de manos y no requiere la firma de un
complejo contrato para cada pequeña acción es una
sociedad buena y eficiente, pues sin un mínimo de
confianza toda sociedad se convierte en inoperativa: a
veces el comprador paga por adelantado y otras el
proveedor entrega su producto sin haber cobrado, y en
ambos casos subyace una confianza en que la otra parte
cumplirá lo debido, la misma que tiene el prestamista en
el prestatario.
En la política también resulta clave poder confiar en las
promesas electorales a cambio de las cuales el
ciudadano entrega su voto, esto es, su soberanía política.
Resulta obvio que en nuestras pervertidas democracias
esto es una quimera, lo que debilita enormemente el bien
común.
Asimismo, el bien común exigiría que los medios de
comunicación tuvieran cierto apego a la verdad, pero
desgraciadamente éstos están hoy entregados a la
propaganda, a la defensa de intereses espurios y a la
mentira.
Respetar la palabra dada es respetar la verdad, pero
¿qué lugar reservamos para la verdad en nuestra
sociedad de hoy? La pregunta no es si se miente más o
menos que antes, sino si la mentira está socialmente
estigmatizada o normalizada. Éste no es un tema baladí,
pues de la institucionalización de la mentira surge un
cinismo crónico que es como un veneno de efecto lento
que va pudriendo la sociedad por dentro.
La exigencia de la paz
En último término, el bien común exige que haya paz,
entendida no sólo como ausencia de enfrentamiento
bélico, sino en sentido amplio. La paz exige que el debate
político esté acotado en fondo y forma dentro de un marco
de convivencia y de unas reglas respetadas por todos. En
este sentido, el bien común exige la existencia de un
diálogo tolerante y respetuoso desde el respeto a la
verdad, pues la verdad siempre tiene prioridad sobre el
consenso.
En este aspecto es posible que nos encontremos ante un
problema sistémico. En efecto, la democracia deriva por
su propia naturaleza en la polarización social, pues los
políticos excitan las pasiones de los votantes, incitando al
miedo al adversario y arrastrando a la ciudadanía a un
ambiente de intolerancia e ira crecientes.
Pero la paz incluye también la paz en los hogares,
obstaculizada por la permanente lucha de sexos en la que
hoy nos han sumergido. Este fenómeno, introducido por
la agenda globalista como destructor de familias y
sustituto de la lucha de clases, ha permeado
peligrosamente en gran parte de la sociedad y es uno de
los grandes enemigos de la paz familiar y, por tanto, del
bien común.
Finalmente, la paz requiere de un esfuerzo por alcanzar la
paz interior, tantas veces esquiva, pero aún más difícil de
lograr en una sociedad relativista, hedonista y nihilista
que vive de espaldas a la realidad última de esa criatura
llamada hombre; una sociedad sin Dios y sin rumbo, pues
carece de la brújula del bien y del mal, desesperanzada y triste, a pesar de sus
falsas apariencias, una sociedad, en fin, que, engañada por quienes sólo desean
dominarla, escarba en la basura creyendo que allí encontrará los
manjares que la dejarán ahíta.
Querido lector: el bien común se apoya en el derecho y la
libertad, en el orden y la justicia, en la familia y la
propiedad privada, en la verdad y la paz. No creo que la
sociedad española reúna hoy estas condiciones, pero si
queremos mejorarla, éste es el camino, y no otro.
[1] Juan XXIII, Mater et Magistra 65.
[2] Martin Rhonheimer, The Common Good…Catholic University of America Press, 2013.
[3] Eclo 15, 16-18
[4] W. E Henley, Invictus (1875)
[5] León XIII, Rerum Novarum 11 (1891)
[6] Juan Pablo II, Discurso en la Cepal en Chile (3-4-1987)
[7] El verdadero coste del Estado de Bienestar – Fernando del Pino Calvo-Sotelo
[8] Sobre la justicia social – Fernando del Pino Calvo-Sotelo
[9] Thomas Woods Jr, The Church and the Market, Lexington Books 2005.